Hace unos días, mientras tomaba una cerveza con un amigo en una de esas tardes tibias y perfumadas que de vez en cuando nos regala el mediterráneo, salió la pregunta sobre qué libros te llevarías a una isla desierta. Pasada la velada, la cuestión me hizo pensar. Más que en una isla desierta, me imaginaba, qué pasaría si un día de estos, al encender el televisor, el telediario nos anunciara la inminente eclosión de un meteorito que diera por finalizada la vida del llamado planeta tierra. Si esto ocurriera, cabe pensar que se nos brindaría la posibilidad de, además de encomendarse a las divinidades que cada ciudadano considerara oportunas, construir una flota de cohetes espaciales que nos permitiera salir del choque mortal. El problema es adónde iríamos… En fin, no era eso lo que me preocupaba. Me inquietaba saber qué haría si me dieran la posibilidad de escapar de la eclosión llevando conmigo una maleta, una mochila o algún tipo de recipiente para tantas cosas que me gustaría rescatar del olvido eterno. Si una fortaleza de acero construida bajo tierra nos salvara del meteorito, ¿qué salvaría para la posteridad? ¿Qué cuadros, qué libros, que música…? Ahora con el ipod no hay problema de espacio, sin embargo, la pregunta sigue en pie: qué dejaría y qué me llevaría (tic-tac, tic-tac…).
Confieso que esta mañana, mientras me cepillaba los dientes, la duda devastaba por completo mi alma. Si me pidieran diez libros, ¿cuáles escogería? Sé que gran parte de la duda estriba no tanto en la dolorosa elección de condenar un trozo de belleza a la oscuridad de la no-existencia, sino en que, de un modo público y notorio estaría confesando la textura de mi alma. Me explico. Revelar por orden los libros que salvaría de una hecatombe mundial es algo así como fotografiar mi interioridad y subir las fotos en Internet. No hay nada más práctico para conocer una persona que visitar su pequeña biblioteca personal.
Sin embargo, otro problema aflora a la hora de confesar públicamente el ranking de mi personal sensibilidad artística. Y el problema es el siguiente: ¿Cómo no voy a poner entre los elegidos “La Odisea” o la 9ª sinfonía de Beethoven? Sería un insulto para la crítica. Y quizá lo sea, porque Homero es uno de los grandes y La Novena contiene el dorado vértice de la riqueza inconmensurable de otro genio. Es cierto, lo acepto. Borges decía que “todos somos griegos”. Y es verdad. Pero, ¿y si Homero no estuviera entre mis diez elegidos? ¿Tendría el valor y la honestidad de decirlo públicamente? ¿Sería capaz de decir que antes me llevaría a Dumas o a Bécquer? Sinceramente, no lo sé. Creo que no. En todo caso, estoy seguro de que no me iría a una isla desierta sin el Born to run de Springsteen.
En fin, así es la vida. Hasta que no te tiras al agua, no sabes si está fría.
¿Y la lista? Sigue en el aire, como dice Dylan. De momento se me ocurre proponer una idea que nos pueda servir como trampolín para llegar a la solución del enunciado. Es la siguiente: en vez de enunciar un elenco de las diez obras imprescindibles e imborrables, simplemente proponer una obra que se considere de un valor tal que baste para redimirla de la quema del olvido.
Pienso que defender una obra artística (la que sea) puede ser un buen ejercicio para descubrir trozos de humanidad que cada uno alimenta silenciosamente en el alma. Un ejercicio que puede dar luz a otras almas, abiertas -sin saberlo- a la belleza.
En la siguiente entrega defenderé una obra que nunca permitiría que el silencio borrara su rostro. ¿Y tú, qué defenderías del olvido?
Wilson
Confieso que esta mañana, mientras me cepillaba los dientes, la duda devastaba por completo mi alma. Si me pidieran diez libros, ¿cuáles escogería? Sé que gran parte de la duda estriba no tanto en la dolorosa elección de condenar un trozo de belleza a la oscuridad de la no-existencia, sino en que, de un modo público y notorio estaría confesando la textura de mi alma. Me explico. Revelar por orden los libros que salvaría de una hecatombe mundial es algo así como fotografiar mi interioridad y subir las fotos en Internet. No hay nada más práctico para conocer una persona que visitar su pequeña biblioteca personal.
Sin embargo, otro problema aflora a la hora de confesar públicamente el ranking de mi personal sensibilidad artística. Y el problema es el siguiente: ¿Cómo no voy a poner entre los elegidos “La Odisea” o la 9ª sinfonía de Beethoven? Sería un insulto para la crítica. Y quizá lo sea, porque Homero es uno de los grandes y La Novena contiene el dorado vértice de la riqueza inconmensurable de otro genio. Es cierto, lo acepto. Borges decía que “todos somos griegos”. Y es verdad. Pero, ¿y si Homero no estuviera entre mis diez elegidos? ¿Tendría el valor y la honestidad de decirlo públicamente? ¿Sería capaz de decir que antes me llevaría a Dumas o a Bécquer? Sinceramente, no lo sé. Creo que no. En todo caso, estoy seguro de que no me iría a una isla desierta sin el Born to run de Springsteen.
En fin, así es la vida. Hasta que no te tiras al agua, no sabes si está fría.
¿Y la lista? Sigue en el aire, como dice Dylan. De momento se me ocurre proponer una idea que nos pueda servir como trampolín para llegar a la solución del enunciado. Es la siguiente: en vez de enunciar un elenco de las diez obras imprescindibles e imborrables, simplemente proponer una obra que se considere de un valor tal que baste para redimirla de la quema del olvido.
Pienso que defender una obra artística (la que sea) puede ser un buen ejercicio para descubrir trozos de humanidad que cada uno alimenta silenciosamente en el alma. Un ejercicio que puede dar luz a otras almas, abiertas -sin saberlo- a la belleza.
En la siguiente entrega defenderé una obra que nunca permitiría que el silencio borrara su rostro. ¿Y tú, qué defenderías del olvido?
Wilson
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